domingo, 3 de mayo de 2009

¡ME ENGUATÉ CON DULCINOS!

Hace poco le pregunté a Felipe qué compraba en los recreos con la plata que le damos diariamente... aparte de la colación que tiene que llevar con esto de que ahora la jornada es larga cuando en mi época, a todo reventar, salíamos un cuarto para las 2 de la tarde.
En fin, recordé cuando estaba en Quinto Básico, en 1980, que por sólo 10 pesos (haciendo la proporción, vendrían a ser unos 130 pesos de hoy) podíamos comprar en el kiosko del colegio una bolsita que traía diez calugas Dulcinos. Estas eran las típicas calugas cuadradas, pero su gracia era que venían envueltas en papel de diverso color dependiendo de su sabor. Así, las calugas que veían en papel verde eran de manzana… las de rojo, frutilla… y las amarillas, vainilla.
Un día, con mi compañero de banco, el Mono Baltierra hicimos una apuesta. El asunto era simple: cada uno se compraba su respectivo paquete y teníamos que comernos todos los calugones en la clase de Matemáticas, sin que se diera cuenta don Guido, el profe.
Hecho el pacto, comenzamos con el desafío. Mientras el maestro hablaba y rayaba números en el pizarrón sobre fracciones y mínimas expresiones, abrí la primera caluga, una verde, y adentro… punto para mí…
Fue el turno del Mono… una caluga roja, adentro… empate 1-1…
Seguí yo, ahora con una amarilla… adentro… 2-1 a mi favor…
El Mono estaba apenas con su primera caluga cuando yo me eché la tercera, una roja… gano 3-1…
Cuando yo ya me había tragado cinco, Baltierra recién iba en la segunda… y cuando trató con la tercera, no dio más…
Yo seguía una tras otra, como para humillar a mi rival demostrando que era más macanudo (bakán en los léxicos actuales) que él…
El noveno calugón iba directo a mi boca cuando vino el violento punto de inflexión…
“¡Pardo! ¡No se puede comer en clases! ¡Asi que afuera!”
Don Guido me había sorprendido en el acto y no tuve derecho a réplica. Salí de la sala con la cabeza gacha, signo de que no había logrado mi propósito.
Así que no hallé nada mejor que sentarme a esperar que terminara la hora de Matemáticas. Pero cuando recordaba que en la tarde tenía que estudiar para una prueba de Ciencias Sociales, comencé a sentir un severo dolor estomacal. Las calugas Dulcino habían posibilitado un efecto secundario que no estaba en mis cálculos.
Decidí aguantar, como hombrecito. Me dije que cuando llegara a mi casa haría lo que tenía que hacer. Pero más pudieron mis músculos estomacales y batiendo el record de velocidad logré llegar al baño. Lamentablemente, cuando los dolores ya estaban pasando me di cuenta de que no había papel… ¡No había papel en el baño del colegio! Tuve que apelar a unos papeles furtivos que traía, por suerte, en mi bolsillo que me sacaron de esa urgencia.
Después de todo lo que viví esa mañana, después de -en forma literal- enguatarme con Dulcinos, saqué una lección que con los años se la he traspasado a mis hijos. La moraleja es muy sencilla: nunca dejen de llevar un puñado de papel confort adónde vayan… porque en los baños no hay un escaparate con un rollo protegido por un vidrio y que diga “Romper en caso de emergencia”.

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